Elena Rivas: La madre rebelde de Ledher

Por GERARDO REYES
Elena Rivas Gutiérrez no parecía una mujer de su tiempo. Hacía cosas impropias para el lugar y la época en los que vivía: Colombia, finales de los años cincuenta. La joven de una familia acomodada no parecía dar importancia a los reclamos de su marido, Guillermo Lehder Scheele, un inmigrante alemán inflexible que le llevaba diez años. Lehder se quejaba de que la joven pasaba mucho tiempo con sus amigas y sospechaba que era infiel.
Hasta que un día “bajo la amenaza mortal de las armas de fuego contra su cuerpo’’, según un fallo de separación de una corte colombiana, Lehder la llevó al monasterio de Santa Eufrasia, un reformatorio de monjas en Bogotá, y la separó de sus cuatro hijos. Los niños fueron matriculas en estrictos internados de la capital.
Rivas no se cruzó de brazos. Pidió la separación y exigió que la justicia obligara a Lehder a pagar la cuota alimenticia reglamentaria a la que se había negado pese a que el marido se había quedado con los ingresos de la venta de una casa que ella había heredado de su madre.
El fallo del tribunal, favorable a la mujer, dice que un abogado se apiadó de Rivas y logró su libertad. Uno de sus hijos le contó a un periodista colombiano que su mamá escapó disfrazada de monja con la ayuda de una religiosa del centro de reclusión.
Cualquier que haya sido su camino a la libertad, la disputa conyugal cambió el destino de una familia acomodada y sin penurias de la pequeña ciudad de Armenia, en el corazón cafetero de los andes colombianos, y marcó el comienzo de la vida tempestuosa de uno de los pioneros del narcotráfico: Carlos Enrique Lehder Rivas.
El muchacho de unos 14 años se escapó del internado del Instituto Lasalle de los hermanos cristianos en el centro de Bogotá. Su madre lo envió con su hermano Federico a Nueva York, y a partir de entonces decidió por él su vida. Meses después Rivas también viajó a Nueva York.
“Cuando se separó eso era pecado y era tan pecado que le tocó irse del país y se fue a vivir a Estados Unidos a pasar trabajos’’, recordó el arquitecto Simón Vélez, quien conoció a Carlos Lehder y a su familia.
El fallo de la Sala de Casación de la Corte Suprema de Justicia sentenció que “si la recíproca estimación entre marido y mujer languidece hasta el extremo de extinguir la lumbre del hogar, el propio tiempo se arruina por completo el afecto en que descansa la existencia jurídica de la sociedad conyugal’’.
La lumbre del hogar literalmente se extinguió el día que su padre bajó el fusible de la electricidad de la casa donde vivían en Armenia, enfurecido porque su mamá se negaba a apagar la luz mientras tejía. Guillermo Lehder se quejaba de que le molestaba el resplandor que se colaba por las hendijas de la puerta que separaba su habitación del salón donde estaba su esposa.
“Mamá conectó la luz nuevamente. El viejo apareció con una chancleta, la tomó con fuerza y empezó a darle nalgadas’’, recordó Federico.
Era el mismo hombre que en sus épocas de enamorado pagaba un camión para que cargara un piano con el que le daba serenatas. El mismo que cuando tuvo que irse a Venezuela a inspeccionar obras de ingeniería le hacía llegar a la casa de Elena cada día una pequeña caja con una orquídea.
Guillermo Lehder vendió la casa con todo lo que tenía adentro: muebles, porcelanas, regalos de boda y pinturas de su esposa.
Varios de los pasajes de la vida de Rivas y de la infancia y juventud de sus hijos descritos aquí se basan en una crónica de no ficción publicada en Colombia en 1989 por el veterano periodista Germán Castro Caycedo en el libro El Hueco. La crónica describe episodios de la familia que parientes y amigos de los Lehder reconocen como ciertos, aunque los nombres de los personajes y de su ciudad natal fueron cambiados. En la nota periodística el personaje cuya vida es similar a la de Carlos se llama Herber. Su hermano Federico, quien hace el recuento en primera persona, es Estanislao.
“Muy rebelde’’
Rivas se había casado con él el 25 de mayo de 1944 cuando tenía 19 años. Con el ingeniero alemán tuvo a Federico, Guillermo, Elizabeth y Carlos Enrique.
“Ella era muy rebelde, mi abuelo estaba muy molesto con ella por la manera como se comportó con Don Guillermo’’, explicó un primo de Lehder que prefirió no ser identificado. “Todo el mundo dijo toda la vida que la rebeldía de ella la heredó Carlos’’.
Elena era la quinta de diez hermanos. La sentencia de la corte colombiana señala que varios familiares apoyaron la decisión de su esposo de internarla en el monasterio.
Desde joven Rivas pintaba y pasaba noches en vela leyendo. Siempre mantuvo una vocación por el arte.
Federico y Carlos se instalaron en una de casa de inquilinato de Westbury, Log Island. Carlos, que había llegado a principios de 1965, consiguió empleo en un restaurante griego. El sueño de Carlos era tener un automóvil. A los pocos meses los hermanos reunieron 275 dólares con lo que compraron un Ford 56. Un día Carlos se tomó una fotografía en la cocina rodeado de platos y canecas y se la envió al papá con una leyenda que decía “Aquí en mí estudio pensando en ti’’, le contó Federico a Castro Caycedo. A la mamá le envió otra en la que aparecía junto a su carro recién pulido y en medio de jardines muy bien mantenidos.
Los hermanos Lehder recibieron un telegrama de su mamá diciendo que llegaría a Nueva York el mismo día que arribó el mensaje. Su madre llegó con una amiga y un niño pobre que había adoptado recientemente. La idea es que los hijos la recibieran en el inquilinato, pero ellos sabían que el malgeniado administrador italiano del lugar no lo permitiría y tuvieron que mudarse al segundo piso de una casa que les alquiló una dominicana. Rivas logró conseguir un empleo como supervisora de línea de una fábrica de cremalleras. El primer día se paró sin permiso a tomar agua y la correa de producción se atascó. Hasta ahí llegó su trabajo. Ella se negó a aceptar los horarios para las pausas.
A los seis meses, el niño que había adoptado se enredó en líos por robarse un dinero en el trabajo para comprarse un par de zapatos. Rivas debió abandonar Estados Unidos. Su hijo Federico contó que como no quería regresar a Colombia se estableció en Nicaragua donde conoció a un embajador rico que le dio apoyo hasta que los hijos del diplomático pensaron que estaba buscando quedarse con su herencia y la demandaron.
A la vuelta de 15 años, Carlos Lehder se volvió millonario. De acuerdo con George Jung, entonces su socio, y luego enemigo número uno, Lehder utilizo a su mamá para llevar droga de Florida a California. Según Jung, la demanda de cocaína era tan alta que no daban abasto con el transporte y la distribución. En el verano de 1977, estaba tan abrumado por el trabajo en California que le daba flojera tomar un vuelo a Miami para surtir de nuevo el mercado de la droga que estaba ya en las últimas. Entonces llamó a Lehder quien le prometió que enviaría a alguien. Al día siguiente Lehder le informó que la persona ya iba en camino y cuando Jung le preguntó quién era, le respondió que sería una sorpresa.
En 24 horas Elena estaba frente a la habitación del hotel Holiday Inn in Hawthorne, California, centro de distribución de Jung. Llevaba un maletín. Jung la empujó de inmediato hacia la habitación. Ella estaba temblando del miedo. Jung abrió el maletín y encontró ocho kilos de cocaína.
Tomó el teléfono y le hizo el reclamo a Lehder quien le respondió, según él:’
“Aquí todo el mundo tiene que trabajar y ella quería ir a California a ver Disneylandia’’, le respondió Lehder.
La anécdota fue relatada por Jung en el juicio contra Lehder en marzo de 1988 y fue titular de varios periódicos de circulación nacional en Estados Unidos. La familia de Lehder argumentó que si Elena hubiera participado en esa o en cualquier actividad ilegal en este país no se hubiera atrevido a a visitar a su hijo luego de que fue extraditado.
La extradición de Lehder de Colombia en febrero de 1987 devastó a Elena, según su sobrino.
“A ella la acabó lo de Carlos, la mató, ella lloraba como una niña’’, recuerda el primo de Lehder.
A mediados de los ochenta empezó a presentar síntomas de la enfermedad de Parkinson. Lehder la envió a un tratamiento a Alemania que no surtió efectos. Murió de una enfermedad “de la circulación’’ después de que le amputaron una pierna, agregó su sobrino. Fue enterrada al lado de su exmarido en el Cementerio Libre de la población de Circasia, cerca Armenia, construido en 1932 para dar sepultura a cualquier ciudadano, sin importar su ideología política o religión.
Volver al especial