Esenciales pero deportables
Trump los une y ICE los separa
Las redadas dividieron a O’Neill, un pueblo agrícola y republicano de Nebraska. El crecimiento de la comunidad hispana preocupa a la mayoría blanca de la población, que teme un cambio demográfico pero necesita la mano de obra migrante.
1 Listos para lo peor
El pueblo ahora es más diverso y eso desconcierta a Barb Otto. Ella está segura de que muchos de los inmigrantes hispanos que se cruza en las calles y que no la ven a los ojos sí hablan inglés pero actúan como si no supieran para no saludarla. Una amiga que trabaja en el banco le contó que los viernes la sucursal se llena de esos jornaleros que cobran sus cheques y luego cruzan al Western Union y envían a México y otros países todo el dinero que ganaron en O’Neill.
“Pequeñas cosas como esas comienzan a cambiar mi pueblo y mi vida no tiene que ser así. Yo nunca iría a tu país y esperaría ni por un segundo que las cosas se hicieran a mi manera”, dice Otto en la sala de su casa.
Por la suma de esas cosas, Otto cree que los inmigrantes y las grandes corporaciones de alimentos que los contratan están diezmando las tradiciones y la riqueza del Estados Unidos rural y generando un rápido cambio demográfico que pronto tendrá consecuencias políticas. Y cree también, como la mayoría del pueblo, que la construcción de un muro fronterizo y las redadas impulsadas por el presidente Donald Trump pueden detener esa tendencia.
O’Neill es una comunidad pequeña, blanca y conservadora, de menos de 4,000 habitantes que han vivido de la agricultura por generaciones y ya son muy viejos para cuidar solos del campo. Trump ganó en este condado con 85.9% de los votos en las elecciones presidenciales de 2016. Sin poner en duda su apoyo al presidente, solo una minoría está en desacuerdo con los efectos directos que han tenido sus políticas migratorias en el paisaje de la comunidad y sus posibilidades de conseguir manos para trabajar la tierra.
En el rancho de Barb creció la madera que usaron los católicos irlandeses que fundaron el pueblo, que se enorgullece en llamarse “la capital irlandesa de Nebraska”. Cuando ella era niña las familias tenían cuatro o cinco hijos que trabajaban en el campo. Ahora si acaso tienen dos, que cuando crecen se van a la universidad y no vuelven y si lo hacen, según Otto, hay que educarlos de nuevo, sacudirles las ideas liberales que aprendieron en la ciudad. “Los jóvenes se han ido. Estamos estancados en crecimiento de la población”, dice, preocupada.
Otto tiene 71 años. Ella y su esposo, que es piloto retirado de la Fuerza Aérea, manejan solos el ganado y los cuidados del rancho. Los dos nacieron en Nebraska pero por el empleo del marido han vivido por todo el país. Regresaron a O’Neill hace 15 años, cuando se jubilaron, y en ese tiempo han visto cómo se achica su pueblo. De 20 bares quedan dos y muchas tiendas de la calle principal han quebrado porque no hay quien beba, compre o trabaje.
“Ahora que viene el censo de 2020, estoy preocupada de que perdamos dos de nuestros senadores rurales. Si eso pasa, perderemos aún más nuestra voz y las grandes empresas vendrán, empezarán a comprar tierras otra vez”, es el temor de Barb y menciona que ya la iglesia mormona y el magnate de CNN, Ted Turner, son grandes terratenientes en Nebraska.
En las carteleras de las tiendas hay ofertas de empleos de grandes ranchos de cerdo y ganado, de plantas de tomates, pimientos y papas que demandan mucha mano de obra. En época de cosecha se ven más avisos. Son trabajos duros y sucios de 15 dólares la hora que en el pasado los hacían muchachos de secundaria. Ahora ningún nativo los quiere hacer, y son los los hispanos indocumentados los que han llenado el vacío y trabajan por 10 dólares la hora.
“Imagino que por eso vino ICE y allanó la planta de tomate (...) La realidad es que siempre que un empleador pueda contratar mano de obra barata, lo hará”, admite Barb.
El 8 de agosto de 2018, un centenar de trabajadores sin documentos fueron arrestados en la planta tomatera O’Neill Ventures durante una redada masiva de inmigración, que incluyó allanamientos a la productora de papas Elkhorn River Farms LLC, y a las criadoras de cerdos Christensen Farms y GJW LLC en otros pueblos cercanos de Nebraska y en uno de Minnesota. Es una de las mayores redadas de inmigración que se ha ejecutado en la era de Donald Trump y la más grande hasta ahora en esos estados.
Otto supo del operativo por la llamada de una amiga, que notó que algo pasaba en O’Neill cuando salió a pasear al perro y vio muchos carros de policía que iban a toda velocidad hacia la tomatera. “Las redadas arrojaron luz sobre algo ilegal que estaba pasando y que necesitaba ser arreglado. Y eso es simplemente blanco y negro para mí. Había un hombre malo allí. Fue perfectamente legal y correcto”.
La Oficina de Investigaciones de Seguridad Nacional de ICE (conocida en inglés como HSI) planeó el operativo durante más de un año para detener a Juan Pablo Sánchez Delgado y sus socios que proveían de mano de obra indocumentada a cuatro grandes procesadoras de alimentos de Nebraska y Minnesota. Sánchez Delgado, que es mexicano y tampoco tenía papeles, utilizaba como fachada tres empresas contratistas, una tienda de abarrotes y un restaurante mexicano, La Herradura.
Otto fue a comer varias veces allí: “Tenía buena comida y aquí estamos bastante limitados con los restaurantes”. Sánchez Delgado le parecía cordial, pero no le daba buena espina porque empezó a usar cadenas de oro y se transformó en otra persona. Según Otto, últimamente cada vez que iba al restaurante había mesoneros distintos, incapaces de explicarle el menú en inglés. “Y así no son las cosas aquí, aquí tú conoces a quien te sirve”.
Sánchez fue acusado de acumular una fortuna de 5.6 millones de dólares mediante la contratación ilegal de inmigrantes indocumentados. El 27 de noviembre de 2019 fue sentenciado a diez años de prisión por lavado de dinero y albergar a extranjeros indocumentados, y debe pagar una multa de 100,000 dólares. Cuando cumpla su condena, será deportado. En cambio, ningún representante de las empresas que utilizaban la mano de obra de inmigrantes indocumentados fue condenado y los que fueron arrestados ese día fueron enjuiciados en libertad.
“Supongo que el lado malo fue que la gente se aprovechó de quienes no entendían o no sabían o no querían saber, pero aún así quedaron atrapados y pagaron el precio. Las personas que los contrataron deberían pagar. Los propietarios de las instalaciones apenas recibieron una palmadita en la muñeca, y esas son las personas que deberían ser responsables de este tipo de cosas”, dice Otto.
De los 130 detenidos en la redada del 8 de agosto de 2018, la mayoría eran inmigrantes indocumentados de México y Guatemala, sin récord criminal y con décadas trabajando como jornaleros sin visa en Estados Unidos. Casi todos fueron liberados el mismo día, con casos abiertos en cortes migratorias que podrían resultar en su deportación. Al cabo de un año algunos recibieron permisos para trabajar mientras las cortes de inmigración deciden su destino, pero las compañías que antes les daban empleo sin papeles ya no quieren contratarlos. Viven encerrados en los parques de casas móviles y en las calles más pobres de O’Neill, al borde de la quiebra. No se les ve en las calles, ni en los dos únicos bares que quedan en el pueblo.
“Hemos sobrevivido gracias a la iglesia metodista, que nos ayudó a pagar nuestros biles, renta, luz, gas, incluso hasta aseguranza de los carros y teléfonos, que era para nosotros lo más esencial para comunicamos con los abogados”, dice Miguel, uno de los migrantes detenidos y liberados, durante una entrevista en julio de 2019. A casi dos años de la redada aún estaba esperando un permiso para trabajar. Mientras tanto, es voluntario en la iglesia metodista del pueblo.
Justo después de la redada el pastor metodista Brian Loy abrió una despensa de comida en su iglesia de O’Neill con donaciones de empresas y dinero de su bolsillo para ayudar a las familias que se habían quedado sin empleo. Algunos en su congregación, mayoritariamente blanca y mayor, no se lo tomaron bien. La iglesia se dividió entre los que estaban de acuerdo en auxiliar a las familias hispanas y los que pensaban que era un delito ayudar a inmigrantes que entraron ilegalmente al país.
“¿Que la comunidad está dividida? Sí, muy dividida. La forma como la gente reaccionó fue política. En el Estados Unidos rural nos hemos puesto tan cómodos en nuestro pequeño mundo, que no acogemos muy bien a los extranjeros. Pero si apartamos nuestros puntos de vista políticos y simplemente observamos el valor de la vida humana, todo adquiere una visión diferente”, dice el pastor Loy.
Loy trata de practicar lo que predica: poner sus propias creencias religiosas por encima de sus simpatías políticas. “Creo que Donald Trump tiene en mente el mejor interés de nuestro país. No estoy de acuerdo con cada medida que toma, pero pienso que en el fondo quiere lo mejor de los Estados Unidos de América”, dice el pastor. “Pero como cristiano, como pastor y como ser humano, mi objetivo es ayudar a estas personas a lograr sus objetivos en la vida, que puedan volver al trabajo, que puedan obtener su ciudadanía y mantener a su familia a largo plazo, cumplir los sueños con los que vinieron a este país”.
Loy dice tener vínculos personales con la familia del vicepresidente Mike Pence y lo describe como un hombre piadoso que, al igual que Trump, hace lo que considera que es mejor para el país. Pero cree que el gobierno debe facilitar la incorporación de los migrantes a la sociedad, sacarlos de las sombras en las que viven millones desde hace décadas por falta de documentos: “La gente va adonde quiere. La economía y la industria dictan eso y eso es lo que atrae a los inmigrantes. Ellos están aquí, son parte de la comunidad”.
Después de la redada, la empresa O’Neill Ventures trajó a personal con visas de trabajo a la tomatera. La compañía los aloja en un motel que compró en el otro extremo del pueblo y los transporta cada día a la planta en un autobús blanco. “Yo pienso que son somalíes”, sospecha Barb cuando ve pasar el autobús. Pero en realidad vienen de México y de Guatemala.
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Antes de que ICE desplegara su operativo en 2018, más dinero de la mano de obra hispana se quedaba circulando en el pueblo. A los empleados que venían contratados por Juan Pablo Sánchez les pagaban 10-12 dólares, la mayoría llevaba varios años viviendo en Estados Unidos sin documentos y se les iba el salario en pagar hipotecas, alquileres y comida para sobrevivir en O’Neill. Los nuevos trabajadores traídos de fuera firman contratos de seis meses, renovables por seis meses más. Después deben volver a sus países de y esperar tres meses antes de firmar un nuevo contrato. Y a ellos les pagan 14.38 dólares por hora de trabajo, que ahorran o envían casi enteros a sus casas.
Barb cree que la solución a la escasez de la mano de obra en el pueblo es la migración legal e incluso considera como una salida válida que el Estado provea documentos a los trabajadores sin papeles que tienen décadas en el país. “Green cards (residencias) o visas de trabajo de algún tipo, tiene que haber una manera de documentarlos”, opina.
A ella lo que más le inquieta es la idea de que miles de migrantes sin visa se instalen en la frontera sur de Estados Unidos pidiendo entrar y que no haya forma de detenerlos. “La única cosa que podría hacer la guardia fronteriza para detenerlos es dispararles. Pero esa gente, los inmigrantes, saben que los guardias no lo harán y siguen viniendo”, especula Barb y ante ese escenario, cree que la mejor alternativa sobre la mesa es reforzar la seguridad fronteriza con la construcción de un muro, como propone el presidente Donald Trump.
“Por eso tengo este brazalete que dice que ‘el silencio implica consentimiento’, ‘(hay que) asegurar la frontera. Eso es lo que creo, por eso es que estoy dispuesta a hablar sobre estos temas, porque no doy mi consentimiento”, dice Barb.
Univision Noticias. 2020